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Hay palabras que educan… Y hay palabras que marcan para siempre.

El lenguaje es una de las herramientas más poderosas con las que contamos los adultos al acompañar el crecimiento de nuestros hijos. A través de las palabras orientamos, explicamos, contenemos, guiamos… pero también podemos herir profundamente.


Durante la infancia, los niños no filtran ni interpretan con la lógica de un adulto. Todo lo que reciben de su madre, de su padre o de los adultos significativos entra directo a su mundo emocional y se convierte en parte de su identidad. Lo que para el adulto puede ser una expresión dicha en un momento de saturación o cansancio extremo, para el niño puede convertirse en una herida invisible que lo acompañará silenciosamente a lo largo de su vida.


Frases como:“¡Eres insoportable!”,“No haces nada bien”,“¿Por qué no puedes ser como tu hermano?”,“Déjame en paz” o incluso el silencio hostil, la indiferencia o el tono irónico, no educan. Dejan una marca. Se graban en la estructura emocional del niño como creencias inconscientes: “molesto a los demás”, “soy insuficiente”, “no merezco ser amado”, “debo ganarme el afecto”. Y desde allí, se organizan los vínculos futuros, la manera en que se mirará a sí mismo y sus elecciones en la vida adulta.


Educar no consiste en imponer, ni en corregir desde la reacción. Educar es acompañar desde la conciencia, desde una presencia afectiva que valida, contiene y orienta. Es posible corregir sin humillar. Es posible poner límites sin lastimar.


Es cierto que muchas veces los adultos estamos desbordados. También cargamos con heridas no nombradas, con historias que no supimos elaborar. Sin embargo, si queremos criar con conciencia, necesitamos detenernos, observarnos, elegir cuidadosamente las palabras con las que construimos el mundo emocional de nuestros hijos.


Porque las palabras no son neutras: dejan huella. Y en la infancia, esa huella puede durar toda la vida.

 

¿Qué podemos hacer entonces?

Reconocer el poder de nuestras palabras no debe ser una fuente de culpa, sino un llamado a despertar. Todos, como madres, padres o cuidadores, hemos dicho frases que desearíamos no haber dicho. Pero siempre estamos a tiempo de revisar, reparar y crecer.


1. Hacernos preguntas

Antes de corregir, antes de hablar “en automático”, antes de repetir lo que nos dijeron a nosotros: ¿Qué le quiero enseñar a mi hijo con esto? ¿Desde qué emoción estoy reaccionando? ¿Qué herida mía se está activando?


El primer paso para transformar nuestro discurso es autoconocernos. Explorar nuestra propia infancia, revisar cómo fuimos tratados, cómo nos hablaron, qué cosas aún duelen. Porque todo lo no resuelto se filtra en el vínculo con nuestros hijos.


2. Nombrar y reparar

Si ya dijimos algo que lastimó, podemos pedir perdón. Con humildad, con honestidad. Reparar no significa borrar lo que pasó, pero sí ofrecer una experiencia emocional distinta, donde el niño se sienta visto, comprendido y amado.

Ejemplos de reparación:


  • “Te hablé mal, y eso no está bien. Estoy trabajando para hacerlo diferente.”

  • “No es tu culpa que yo me haya enojado. Lo que sentías era importante.”


Estas frases, dichas desde el corazón, no nos debilitan como adultos. Al contrario: construyen vínculos de confianza profunda.


3. Elegir un lenguaje consciente

Podemos entrenarnos para usar un lenguaje que refleje respeto, presencia y amor, incluso en los momentos más difíciles. Un lenguaje que regule en lugar de herir, que acompañe en lugar de controlar, que guíe sin manipular.

No se trata de tener “las palabras perfectas”, sino de habitar el vínculo con presencia emocional verdadera. Un niño sostenido emocionalmente no necesita ser gritado para aprender.


4. Buscar acompañamiento

Criar con conciencia es una tarea desafiante. Si sentimos que perdemos la calma con frecuencia, que repetimos patrones dolorosos, que nos cuesta conectar desde el amor, es valioso pedir ayuda. Un proceso terapéutico puede abrir espacios de comprensión profunda y liberar nuestro discurso de las cargas invisibles del pasado.

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