"Nuestros hijos no llegan para ser moldeados a nuestra imagen. Llegan para mostrarnos, con amor, las heridas que aún no pudimos ver."
Cuando nos convertimos en madres —o cuando simplemente decidimos criar, acompañar, cuidar— una verdad se impone con fuerza: la maternidad no solo nos conecta con el presente de nuestros hijos, sino también con el pasado que habita en nosotras. Cada gesto de cuidado, cada reacción emocional, cada dificultad con ellos se transforma en un eco de lo que fuimos, de lo que no recibimos, de lo que aprendimos a ocultar.
Según Laura Gutman, en El poder del discurso materno, nuestra percepción del mundo —y de nosotras mismas— fue organizada por las palabras de nuestra madre. No recordamos lo que sentimos, sino lo que se nos dijo que habíamos sentido. No recordamos el miedo, sino que "éramos muy inquietas". No recordamos la soledad, sino que "no necesitábamos nada". Así, lo que quedó impreso en nuestra conciencia no es la vivencia emocional directa, sino el discurso que la nombró o la negó.
Y entonces llega un hijo. Con su llanto, su sensibilidad, su demanda de presencia… y de pronto, nos vemos sumergidas en emociones que no entendemos del todo: culpa, enojo, agotamiento, tristeza, miedo. La maternidad se convierte en una oportunidad (a veces incómoda, siempre reveladora) de entrar en contacto con nuestra propia infancia herida. Es, como dice Gutman, una invitación a deshacer el personaje que armamos para sobrevivir, ese que aprendió a portarse bien, a ser fuerte, a no necesitar, a complacer.
Criar no es solo dar. También es recibir.
No del niño, sino de la vida misma, que nos ofrece la chance de mirar hacia adentro. La crianza consciente —la que se abre a la verdad emocional— nos propone una transformación interior: maternar a nuestros hijos desde un lugar nuevo, y también maternar a la niña que fuimos, la que quedó suspendida en una infancia no vista.
Este camino requiere valentía. Implica dejar de repetir frases heredadas ("los hijos vienen a destruir el matrimonio", "la maternidad te anula", "es normal estar harta") y empezar a hablar desde un lugar más auténtico, más enraizado en el presente emocional real. Es dejar de culparnos y empezar a responsabilizarnos con amor.
Porque como bien nos recuerda Gutman, la culpa no repara, no transforma, no sana. Solo nos atrapa en una ficción donde el castigo emocional parece justificar el dolor. Pero nuestros hijos no necesitan madres culpables. Necesitan madres presentes, disponibles, capaces de transformarse.
¿Qué pasa cuando decidimos mirar?
Cuando nos atrevemos a ir más allá del personaje (de la madre perfecta, de la fuerte, de la que todo lo puede) y nos dejamos ver en la fragilidad, sucede algo precioso: empezamos a crear un espacio real de encuentro. Con el hijo. Con nosotras. Con lo que verdaderamente está vivo.
Y ahí es donde la maternidad se convierte en camino espiritual. No porque sea ideal, ni porque todo sea luz. Sino porque nos llama a un viaje de verdad y de amor.
Una invitación
Si estás criando, acompañando o simplemente querés conocerte más, te invito a sumarte a nuestro Círculo de Lectura del libro El poder del discurso materno. Vamos a leer, pero sobre todo vamos a mirar adentro. A escucharnos. A reconocernos.
Porque criar no es enseñar a otro. Es recordar quién somos en lo profundo.Y sanar, un paso a la vez.